Microrrelatos: 7. La niña del Caribe

Todo dulzura y encanto. Así era la niña del Caribe.

Aquella noche de entre semana yo no sé por qué acabé allí, en aquel lugar oscuro, rodeado de luces que giraban. No sabía que me encontraría con ese ser que, a la postre, sería todo sonrisas. De vocecita sensual y suave, tenía los ojos negros como el azabache.

Tampoco entiendo muy bien por qué se fijó en mí ni por qué bailó conmigo. Ni tantas otras cosas.

Como decía, era caribeña, hermosa y sonriente. Siempre estaba de buen humor, jamás trataba de buscar confrontaciones ni polémicas, esquivando todos los posibles problemas o incertidumbres. Ella volvió a hacerme cantar, sonreía siempre ante cualquiera de mis absurdas ocurrencias y nunca se quejaba de nada. A veces tanta dicha no parecía real.

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Pero había más sorpresas. De origen francés, sabía un casi perfecto castellano y adoraba España y sus tradiciones. Le encantaba nuestra gente y nuestra tierra. Quizá incluso se sentía hasta más patriota y defensora de nuestro país que yo en muchos aspectos. Me confesó que estaba harta del sexo masculino y sus torpes artes para intentar llevarla a la cama. Yo no tenía cerebro ni ganas de planificar tanto así que quizá por eso tuve la suerte de lograr lo que muchos deseaban y no eran capaces. Para ella el resto eran tipos vulgares y zafios y yo la cultura personificada. Todos sabemos que tampoco es así pero los prismas de la mente de cada uno ofrecen una visión muy personal, íntima e inamovible la mayoría de las ocasiones.

Por mi parte yo puedo decir objetivamente que la niña del Caribe era todo fulgor y piel canela. Pero yo jugué a perdedor en la ruleta y aposté por coleccionar ese sonoro fracaso sabiendo que sería lo mejor. No quería otra posible derrota a largo plazo. Nunca supe jugar bien mis cartas y por eso huí antes que ilusionar y destruir a un ser así. Y ella lo sabía. Lo de mi huida, digo.

Nos vimos cuatro veces o cinco. O seis. Poco después se marchó a su isla… para volver a Madrid vía París meses después, tras su curso escolar. Hubo reencuentro y nueva despedida. En sus vueltas, me contactaba con insistencia pero pronto decidí que era mejor no estar ahí y emprendí mi enésima escapada. Así me perdía un futuro posible con otro ser femenino que merecía la pena. Mi destino era seguir entre sombras y bonhomía antes que descubrir a fondo las artes de una joven estudiante de cuerpo y sonrisas sugerentes. Si se la cruzan alguna vez por la calle en París, paseando por los Campos Elíseos o por el Barrio Latino, o en alguno de sus viajes fugaces al centro de Madrid, denle recuerdos de mi parte. Yo cumplí con mi promesa y escribí este texto. No se me ocurrió nada mejor que hacer a modo de triste homenaje.

Alberto Quintanilla

Microrrelatos: 6. El poema, la servilleta y el café

El café estaba bien acondicionado y tenía fotos de actores y películas clásicas en buena parte de sus paredes. La camarera le observó desde lejos y fue directa hacia él.

-Café solo, por favor.
-Sí, señor.

El visitante sacó un pequeño boli y comenzó a garabatear una servilleta. Ella se alejó.

-Aquí tiene, señor.
-Gracias.

Ella dio un giro sobre sus talones.

-Disculpe… ¿qué está escribiendo? Parece concentrado…
-Eh… intento repartir pequeñas dosis de felicidad.
-¿Cómo dice?
-Regalo poemas.

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Ella se puso nerviosa y sintió que el suelo comenzaba a retumbar bajo sus pies. Se alejó de nuevo, algo ruborizada, sin decir nada más.

A los pocos minutos él dejó junto a la taza vacía un par de monedas. Salió del local.

Bajo la taza vacía había dejado el poema, que claramente era para ella. La camarera lo recogió. La servilleta estaba arrugada y repleta de letras pero ella la dobló y la guardó en el bolsillo de su delantal.

Él nunca sabría que ella releería esas palabras infinitas noches desde su cama de mujer mal casada, entre rutinas, soñando horizontes mejores que nunca llegarían.

Él nunca sabría nada de todo esto porque el tranvía de regreso a su casa sufrió un accidente y jamás pudo volver a sentarse en aquella cafetería donde ella trabajaría hasta casi el resto de sus días. Hasta que la crisis obligó a cerrar el negocio. Hasta que la vida ya nunca fue vida y ¿quién sabe? quizá pudo haberlo sido.

Alberto Quintanilla

Microrrelatos: 5. Siete días (y un octavo de regalo) en el paraíso

Ahora, mirando hacia atrás, recuerdo a esa chica.

Ella me dio siete días en el paraíso y uno más de regalo, a modo de bonus track.

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Supongo que habría que comenzar por el final, por la despedida de madrugada en una habitación de hotel donde la desperté por última vez. Ella tenía algo parecido a esa horrible palabra llamada «remordimientos» y necesitaba irse. En realidad «solo» eran las 3 de la mañana de un viernes. No podríamos repetir la última noche de pasión que habíamos tenido recientemente, donde no hubo horarios hasta bien entrado el amanecer.

Los sietes días del paraíso se mezclaban en recuerdos en aquel café de jazz, donde hubo miradas y caricias, bares de Latina y besos de pasión entre mojitos cubanos, un balneario donde parecíamos peces, velada en un italiano, revolcones y abrazos entre el césped del Retiro de Madrid, un reencuentro muchos años después en el cine, una cena de cumpleaños de lo más original, una casa enorme donde sobraban habitaciones en la que había música de fondo y George Michael parecía escucharse a ratos…

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Incluso vi pequeñas lágrimas en sus ojos claros y enormes. Tan grandes que parecían aún más bellos que nunca y destacaban sobre todo su cuerpo, ese que pude abrazar hasta apretar al máximo.

Seguro que los dos pensamos a la vez lo mismo desde distintos lugares: «¿Dónde está el cargador del móvil cuando uno lo necesita?»

La pasión se quedó allí, en algún lugar, pero ella era un gorrión que vuela libre, una pequeña sardinita que se escabullía entre los dedos. Era entrañable, sonriente y mágica. Era tan especial que temblores me recorrían el cuerpo cuando la tenía al lado. Y eso daba hasta miedo. Me acuerdo muy bien de todo ello mientras veo alguna de las pocas fotos que conservo de ella (y solo una juntos).

Si volvemos a reencontrarnos, aún tenemos un viaje pendiente a algún lugar. «It’s a deal, baby. It’s a deal». Y ¿por qué no? Habrá que traer bombones.

Alberto Quintanilla

Valérie Tasso: «Hombres y mujeres son igual de infieles pero la mujer es más retorcida»

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Siguiendo con la racha de encuentros con personajes de actualidad, en este caso dejo una reciente entrevista realizada a Valérie Tasso, sexóloga y autora de El método Valérie

Valérie Tasso desprende sensualidad con su presencia. Sentada en un sofá ante nosotros, mientras el fotógrafo va tomando imágenes de sus gestos, yo me dispongo a abordar un amplio cuestionario sobre sexualidad tras leer la nueva obra de la francesa: El método Valérie (link al primer capítulo gratis).

La noto algo cansada de tanto trajín de viajes y promoción pero nos recibe con mucha amabilidad y la conversación se torna afable y con algunos momentos de humor. Se nota que Tasso ve la vida con una perspectiva positiva a través de sus ojos verdoso azulados. No solo habla con naturalidad de sexo sino que muestra cercanía y afabilidad en general desde el principio con sus palabras de toque afrancesado en un más que correctísimo castellano. Intento descubrir abiertamente cuáles son los trucos de seducción femenina que ha relatado en su obra para que me los cuente de viva voz.

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La entrevista tuvo lugar hace días en la sede editorial de RHM (Random House Mondadori) y este es el resultado, en varias partes, para diversos medios del GRUPO G+J en su versión ONLINE:

Entrevista completa a Valérie Tasso en COSMOPOLITAN

Entrevista a Valérie Tasso (versión reducida) en MARIE CLAIRE 

Textos entrevista: Alberto Quintanilla

Fotos: Nacho López

Releyendo ‘Mujeres’, de Bukowski

Releer a Bukowski supone siempre un plus de ánimos pero también de tristezas. Uno no sabe si fue un genio o un maldito cabronazo borracho. Pero hablaba bien sobre reflejos de la sociedad moderna. Y daba muchas veces en la diana. Recomiendo para los no iniciados: La senda del perdedor, Cartero (del que mencioné algo por aquí) y Mujeres.

(…) Las relaciones humanas nunca solían funcionar. Sólo las dos primeras semanas tenían algo electrizante, luego los participantes perdían el interés. Las máscaras caían y la realidad aparecía: dementes, imbéciles, chiflados, rencorosos, sádicos, asesinos. La sociedad moderna había creado su propia especie y la había enfrentado entre sí. Era un duelo a muerte en un cerco sin salida.

Lo más que podía uno esperar de una relación, decidí, eran dos años y medio como máximo. El rey Mongut de Siam tenía 9.000 esposas y concubinas; el rey Salomón del Antiguo Testamento tenía 700 esposas; Augusto el fuerte de Sajonia tenía 365 mujeres, una para cada día del año. (…)